Pasó
así, el término de mi infancia, una común, fría y lluviosa mañana de colegio,
uno de los días más lluviosos e insensibles, tal vez, de ese invierno bajo el
clima inclemente del sur de Chile. Sonaba la sirena y eran las doce, hora de
recreo, y me dirigí al baño aquejada de un dolor espantoso en la zona de mi
cadera que jamás había sentido antes. Por fin en la privacidad de ese cuarto
cerrado de cuatro paredes, persuadida de que algo no andaba bien, me vi con el
calzón abajo, toda ensangrentada y casi me desmayo ante la impresión: me había
llegado la menstruación al fin, a pesar mío y de las largas charlas
educacionales en las cuales jamás se había mencionado el dolor del todo me
habían preparado ante el impacto de ver la sangre corriendo entre mis delgadas
piernas de ese modo, y por supuesto, no andaba preparada.
¡Qué
dolor! y ¡qué vergüenza! sentí a mis doce años.
Acudí a la inspectora, persona totalmente
ajena a mí; ella, grande,tan adulta y resuelta, y yo, tan pequeña, vulnerable y
llena de dudas, apenas le llegaba hasta los hombros, tiritando entre una mezcla
de frío, dolor y miedo a que el sea negado el permiso para poder irme a casa,
al cual cedió no sin antes soltar una risita que me hizo sentir aún más
diminuta y avisarle a mis padres, quienes se encontraban trabajando.
Ante la sorpresa de mis compañeros preguntando
por qué me retiraba temprano evité dar explicaciones, agaché la cabeza,
rápidamente tomé mis cosas para salir, dirigirme al paradero y abordar el bus
que me llevaría de Puerto Varas a mi casa en Llanquihue, 10 minutos caminando,
20 minutos sentada en un húmedo bus y luego 10 más desde el paradero hasta mi
casa sumaban como resultado 40 minutos
de una tremenda tortura.
Ahí
yo, con mi falda y pantys ya manchadas, bajo un tremendo temporal y ese frío
espantoso. Llovía como nunca y el viento penetraba hasta mis huesos, caminando
con mi mochila por las verdes y mojadas calles, mojadas como nunca, la lluvia
caía espesa y tupida como la sangre, sin piedad sobre mi pequeño cuerpo, y así
iba yo caminando este calvario, "el peor día de mi vida" hasta ese
día, mientras trataba de ocultar con mi mochila esa vergonzosa mancha que ya
teñía mi ropa.
Todo
me dolía y dolía tanto: la cabeza, las piernas, mi espalda, mi frágil cuerpo
mojado por dentro y por fuera a más no
poder, tomar el bus, sentarme sobre todo lo mojado por otros y el frío, ese
inmenso frío parecía empeorarlo a todo aún más.
Al
fin llegué a mi casa, tomé una ducha final de agua tibia , me reencontré con mi
cama y mi cuerpo se acomodó automáticamente en posición fetal en busca de algo
de calor, hasta que llegó mi madre y a pesar de su cariño y las horas que pasé
esperando a que fuera ella la primera en abrir esa puerta, el dolor de la
matriz inflamada parecía no querer abandonar mi cuerpo.
Felicidades,
ya eres toda una mujer, me dijo junto con un cálido abrazo. Sí, a mis 12 años
era ya toda una mujer, al fin y al cabo, atrás quedaron los juegos junto con
las "superficiales" preocupaciones, desde ahora tendría que lidiar
con este dolor una vez al mes y otro tipo de dolores por el resto de mi vida.
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