Cuando cierro los ojos y pienso en mi infancia, no puede estar lejos de ella,
de la Huerta de mi abuela, los árboles de manzana, de ciruelas, de cerezas, las matas de parras, de moras, de frambuesas, de grocellas.
A pesar de que allá llueve con frecuencia, todos mis recuerdos se comprimen en una imagen de verano, cálida, corriendo entre el pasto, riendo, escondiéndome entre las siembras de papas, arrancándome de los gusanos con los que me perseguía mi primo, cogiendo manzanas, buscando la sal, preparando el lugar, llevando mis juguetes. Y allá en la ventana, estaba mi abuela, con su mirada llena de ternura con la que siempre me miró, siempre sonriente, esperándome con once, con dulzura.
Esos recuerdos, ya tan lejanos, acuden a mi continuamente, antes de dormir, cierro los ojos y el corazón se me llena de sentimientos, de tristeza, de nostalgia, de querer regresar el tiempo,
de vestir mis vestidos y botitas de invierno, mis chasquillas y mi muñeca Patty entre los brazos.
Unas ganas de regresar al calor de la estufa a leña, al amor de mi abuelita, a correr alrededor del arbol de navidad, jugar con ese interruptor negro, viejo. Dormir con ella, escuchar sus historias, sentir entre sus brazos ese cariño infinito.
Cuanto extraño esa huerta, cuánto la extraño a ella. hoy luce mitad vendida mitad desierta.
Ya no está ella, ya no hay ciruelas, ni frambuesas, ni grosellas ni cerezas, está vacía, está sin ella.
Quisiera retomarla y hacerla lucir como en sus mejores tiempos, tener hijos y entregarles todo lo que tuve yo en mi infancia. Comida orgánica del huerto, dulzura y amor de mi abuela.
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